viernes, 21 de agosto de 2009

Hautes - Pirénées.


Podría haber denominado esta entrada de otras formas, pero he elegido esta que indica el lugar en donde han sido congregados algunos ingredientes esenciales para crear una serie de experiencias que espero inolvidables. Ha sucedido entre el 16 y el 20 de agosto de 2009.

Aquí estamos los tres: M, R y un servidor. Alojados en los confines de España, cerca del balcón de Francia y su cara pirenaica que es el Portalet, ataviados con el pedroñero traje del Club Ciclista Ajo y Agua, preparados para comenzar la aventura.

El primer día subimos la cara española y la francesa del Portalet. 31 km de subida tendida, que se deja subir bien y que permite irse empapando de montaña. Cómo cambia poco a poco el paisaje, pedalada a pedalada. Cuando se sube en coche el puerto se pasa; cuando se sube en bici, el puerto se conquista, uno se niega a sí mismo y en ese esfuerzo se realiza, se cerece, al tiempo de sentir una profunda pequeñez ante el impresionante espectáculo de un horizonte verde, azul, grisáceo. Si lo lógico es habitar el valle, lo intrépido es afrontar el límite. Y la montaña lo es. Como los niños, que desean explorar el límite, aquí uno explora el suyo, y tras esa raya imaginaria que te dice que ya estás en la otra frontera del paso de montaña, cuando uno lanza el último aliento y se abriga para cambiar de mundo y descender, empieza a palpar su propia humanidad.
Bendito invento la bicicleta, que le hace a uno hombre, pues está suspendido entre el cielo y la tierra, luchando contra sí y contra la pendiente, siempre al límite de sus fuerzas y de su coraje.

El día siguiente tocó el etapón: Laruns - Aubisque y Soulor - Lourdes - Soulor y Aubisque - Laruns. El Aubisque es espectácular: lo tiene todo como puerto: es largo pero duro. Y tiene un hermanito traidor, el Soulor, que no te deja respirar. Y entre medias de ambos, el espectáculo de una cornisa donde el ciclista pedalea en el filo de una ladera. Espectacular.


El siguiente día subimos el Marie Blanque por las dos caras. Desde Bielle es muy bonito, un puerto de segunda serio, con descansos, para decir: ¡aquí estoy! Pero por la cara de Escot, bien lo saben los de la QH, hay cinco km solo para iniciados en el arte de las riñonadas -lo digo porque ahí siempre falta desarrollo...-


Pero no se puede terminar una epopeya personal como ésta sin citarse en duelo con el gigante. Aunque la cara Este (desde Sant Marie de Campan) sigue a la espera de ser conquistada -pude ver las casas de La Mongie allá en el fondo-, la cara Oeste (desde Luz St. Saveur) había que subirla. Y vaya si lo hicimos. Es el no va más. Bien valen todos los km que uno lleva en sus cubiertas para poder gozar cuando puede ver la estatua del fundador del Tour y el monumento al ciclista. De entre las tres o cuatro cocacolas más buenas que me he tomado. La de la cumbre, digo. Por si alguien no lo sabe, estoy hablando del Tourmalet.


Pero el día tuvo también otro gran evento: la subida a la estación de esquí de Luz Ardiden. Si L'Alpe D'Huez tiene la fama de las 21 curvas, aquí hay 27. Además, aquí han ganado Perico, Induráin, Laiseka...
La subida es agradable, porque las curvas son continuas, y no hay grandes rectas que ahoguen. Y lo mejor: cuando llega uno arriba, puede ver los últimos km, y puede decirse: eso lo he subido yo...


El viaje de vuelta tuvo un postre excepcional: un paseo por el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido. Si es que no nos privamos de nada... ¡Aunque aquí hay que volver!

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