domingo, 26 de septiembre de 2010

Imborrable


El día que nació mi hijo primogénito era un día común, normal, pasajero. El 16 de septiembre fue un día más. Aunque en esa normalidad están incluidas estas experiencias. Era un día habitual, y en el momento más inesperado, se puso en marcha su venida.

Los detalles de este acontecimiento los reservo para los íntimos, pero esto no impide que exponga alguna de las impresiones que impactaron en mí.

La primera es que los días pueden parecer sucesiones de una misma rutina, pero eso no pasa de ser un burdo engaño. El momento más importante y extraordinario está ahí mismo, agazapado, esperando cambiar la vida de las personas.

La segunda es que las cosas, cuando suceden, rompen las expectativas, las previsiones. La realidad, con su espontaneidad y su naturalidad, rompe nuestros esquemas, que al punto que las cosas pasan, se convierten en caducos. ¡Cuánto sufrimiento nos podríamos ahorrar teniendo esto presente!

La tercera es que la vida es algo sencillo, pero muy grande. Y si es así de genial, cómo ha de ser su Autor...

La cuarta es la impresión de la que todavía no me he recuperado, y de la que no me voy a librar jamás. Ni quiero.

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